En mi pecho floreció una cumbia de la nostalgia
Como una lágrima que se escapa
Cumbia del alma, cumbia que madruga sobre el recuerdo
Lisandro Meza, Lejanía
¿Cómo se vive la lejanía de casa cuando la migración es exilio y la nostalgia es una mezcolanza entre alegría y desasosiego, entre recuerdos lúdicos y memorias sanguinarias?
Ya no estoy aquí es una ficción de contrastes: el ritmo alegre de las cumbias rebajadas, los apodos afectuosos de los Terkos, los peinados originales, la vestimenta tropical, y las amistades interculturales se contraponen con las ejecuciones extrajudiciales, la persecución, el terror, la marginación y el destierro.
La historia de Ulises se sitúa en el periodo bélico que se vivió en Nuevo León en la llamada ‘guerra contra el narco’, iniciada por Felipe Calderón.
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La película ficcionaliza una realidad punzante, e introduce elementos precisos de realidad, como la evocación televisada de la balacera en una escuela preescolar, que nos deja pasmadas a quienes habitamos la ciudad en aquella época. ¿Cómo se retrata el pasado cuando las heridas del trauma aún no tienen cierre? ¿Cuando hay personas que desaparecieron en esa época y aún no regresan?
Quizás lo más impactante del desenvolvimiento de la trama es el quiebre brutal de la inocencia, partiendo de la escena donde Ulises y los Terkos juegan con el radio que dejó un miembro de un cártel: este suceso, una broma sin malicia entre adolescentes, deriva en una masacre, una persecución que fragmenta a una familia y obliga al exilio en un país ajeno y la pérdida violenta de un amigo.
Esta es una de las muchas realidades que vulneraron a la colonia Independencia (y otras colonias abandonadas por el Estado) en esos años, aunada al clasismo, la discriminación y marginación que ya se ejercía (y se sigue ejerciendo) sobre sus habitantes.
Los estragos de esta guerra, cuyo campo de batalla se concentró en el norte de México, forman parte de la memoria colectiva de un país entero, y necesitamos diversificar las voces para reconstruir el rompecabezas del trauma.
En 2018, Hasta los Dientes, documental que relata el caso de Jorge y Javier, dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey asesinados por militares en la coyuntura de la misma guerra, humanizó, lo que en ese entonces el presidente Felipe Calderón nombró “daños colaterales”.
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Ya no estoy aquí viene a agregar una de las muchas piezas faltantes: la óptica está ahora situada en la parte alta de la montaña, geográficamente cerca del Tec de Monterrey, pero socialmente distante, con muchos privilegios de por medio.
Por otro lado, en ambas películas, los perpetradores son omnipresentes, pero no dan la cara: están en la radio (como en el momento en que se reproduce un mensaje presidencial en Ya no estoy aquí, haciendo eco a los discursos de Calderón), y en la televisión, ordenando aumentar la mano dura y justificando la represión.
Quienes estaban en altos mandos han evadido toda responsabilidad, y como delata Hasta los Dientes, hasta los convierten en secretarios de Seguridad Pública.
No cabe duda que Ya no estoy aquí ha generado un impacto social en las y los espectadores, al ser un hito cinematográfico por ser uno de los pocos largometrajes situados en Nuevo León, aviva incomodidades y estigmas en la sociedad regiomontana.
Comentarios como “eso NO es Monterrey” o “van a pensar que acá todos somos cholos”, evidencían el clasisimo preponderante y le otorgan aún más relevancia política a la película.
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Por supuesto que Ulises y su comunidad no representa a esas personas directamente, y no tiene por qué. La propuesta es ampliar las historias que tienen cabida en el cine y que nuevos perfiles se identifiquen con lo que ocurre en la pantalla grande.
El exilio de Ulises es doble: arriesga su vida al migrar pues es su única alternativa de supervivencia. Migra para descubrir que tampoco ahí hay lugares seguros para vivir el arte, para bailar en las calles, huye a un lugar supuestamente más seguro pero con otras hostilidades.
Ya no está allá, pero acá tampoco está seguro: acecha la inminencia de otro exilio. En Nueva York no hay narco mexicano, no hay militares calderonistas, pero hay policías racistas, hay empleadores que abusan de las personas indocumentadas, citadinos que actúan defensivos ante la otredad.
Pero el relato no se queda en la denuncia. Ya no estoy aquí también se ocupa de rescatar las amistades que se entretejen, las comunidades que se sostienen y protegen entre sí con los recursos que tienen, que bailan en medio de las islas de concreto, intentando resignificar los espacios públicos pese a las trincheras militares, las personas que te tienden la mano estando en un país desconocido donde no hablan tu idioma ni el idioma de lo que te ha ocurrido, el sincretismo amistoso que nace de ahí.
Necesitamos más películas en Netflix, y en todos lados, que atraviesen temas políticos con autenticidad, a través de construcciones complejas de los personajes que no apelen al morbo y se limiten al discurso de que las víctimas son sólo eso: víctimas.
Me quedo con la creencia de que el arte salva, hace que pervivir sea una experiencia más llevadera y nutre un refugio interno ante el abandono del exterior. Pero no dejo de pensar que el arte, aunque palia, alegra y acompaña, no es suficiente para reconstruir una tierra violentada. La cumbia rebajada no logrará devolver las vidas despojadas, aunque quizás logre ambientar la imaginación para esbozar mundos más sensibles y menos desiguales.
Qué tristeza que me da, me da, me da, me da la lejanía
Qué tristeza que me da estar tan lejos de la tierra mía