En la década de 1960, Bob Taylor, un ingeniero que había estudiado psicología, trabajaba en el centro del Pentágono en Washington D.C.
Estaba en el tercer piso, cerca del secretario de Defensa de Estados Unidos y del jefe de una agencia que había sido fundada en 1958 como parte de ese departamento: la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada (Arpa).
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Todo parecía indicar que no tenía futuro, pero Arpa resucitó y jugó un papel fundamental en creaciones transformadoras.
Su resurrección empezó en 1966, cuando Taylor y Arpa plantaron la semilla de algo grande.
Al lado de su oficina estaba la sala de terminales, un pequeño espacio en el que había tres terminales de acceso remoto con tres teclados diferentes, uno al lado del otro.
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Una estaba en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), a más de 700 km. de distancia
Las otras dos estaban en el otro lado del país, una en la Universidad de California y la otra era el mainframe del Comando Aéreo Estratégico en Santa Mónica, llamado AN / FSQ32XD1A, o Q32 para abreviar.
Cada una de esas computadoras masivas requería un procedimiento de inicio de sesión y un lenguaje de programación diferente.
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Era, como lo expresaron los historiadores Katie Hafner y Matthew Lyon, como “tener una guarida abarrotada de varios televisores, cada uno dedicado a un canal diferente”.
Aunque Taylor podía acceder a esas computadoras de forma remota a través de sus terminales, estas no podían conectarse fácilmente entre sí, ni con otras computadoras financiadas por Arpa en Estados Unidos.
Compartir datos, dividir un cálculo complejo o incluso enviar un mensaje entre esas computadoras era casi imposible.
El siguiente paso era obvio, dijo Taylor.
“Deberíamos encontrar una manera de conectar todas estas máquinas diferentes”.
Taylor habló con el jefe de Arpa, Charles Herzfeld, sobre su objetivo.
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“Ya sabemos cómo hacerlo”, le aseguró, aunque no estaba claro si alguien realmente sabía cómo conectar una red nacional de computadoras mainframe.
La reunión había tomado 20 minutos.
Larry Roberts del MIT ya había logrado que uno de sus mainframes compartiera datos con el Q-32: dos supercomputadoras charlando por teléfono.
Lograrlo había sido un proceso lento, y complicado.
Pero Taylor, Roberts y sus compañeros visionarios de redes tenían algo mucho más ambicioso en mente: una red a la que cualquier computadora pudiera conectarse.
Como dijo Roberts en ese momento, “casi todos los elementos concebibles de hardware y software de la computadora estarán en la red”.
Se trataba de una gran oportunidad, pero también de un formidable desafío.
Las computadoras eran raras, caras y enclenques según los estándares modernos.
Por lo general, eran programadas a mano por los investigadores que las usaban.
¿Quién convencería a esos pocos privilegiados de que dejaran de lado sus proyectos para escribir código al servicio del proyecto de intercambio de datos de otra persona?
Era como pedirle al propietario de un Ferrari que dejara el motor en ralentí para calentar un filete que se iba a comer el perro de otra persona.
Por suerte, a otro pionero de la informática, el físico Wesley Clark, se le ocurrió una solución.
Clark había estado siguiendo la aparición de una nueva generación de computadoras.
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El miniordenador era modesto y económico en comparación con los mainframes del tamaño de una habitación instalados en universidades de Estados Unidos.
Clark sugirió instalar una minicomputadora en cada sitio de esta nueva red.
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El mainframe local, el descomunal Q-32, por ejemplo, se comunicaría con el miniordenador que estaba cerca.
El miniordenador se encargaría de comunicarse con todos los demás minicomputadores de la red y sería responsable del nuevo e interesante problema de mover paquetes de datos de manera confiable por la red hasta que llegaran a su destino.
Todos los minicomputadores funcionarían de la misma manera, de manera que si se escribía un programa de red para uno, funcionaría en todos.
Adam Smith, el padre de la economía, se habría sentido orgulloso de la forma en que Clark se estaba aprovechando de la especialización y la división del trabajo, tal vez su idea definitoria.
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Las nuevas minicomputadoras se optimizarían para manejar de manera confiable la red sin fallar.
Y seguramente no estaría de más que Arpa pagara por todo.
La belleza de la idea de Clark era que cada unidad central local tenía que ser programada simplemente para que se comunicara con la pequeña caja negra que estaba a su lado: la minicomputadora local.
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Eso era lo único que se necesitaría para que quedara conectada con toda la red.
Se llamaban procesadores de mensajes de interfaz (IMP).
Los IMP eran versiones personalizadas de minicomputadoras Honeywell, que eran del tamaño de refrigeradores y pesaban más de 400 kg. cada una.
Lo que los diseñadores de la red querían eran procesadores de mensajes que trabajaran en silencio, con una supervisión mínima, y no se detuvieran a pesar del calor o frío, las vibraciones o sobretensiones, el moho, los ratones o, lo más peligroso de todo, los curiosos estudiantes armados con destornilladores.
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Las computadoras Honeywell de grado militar parecían el punto de partida ideal, aunque su blindaje quizás era un poco excesivo.
El prototipo, IMP 0, estuvo listo a principios de 1969. Pero no funcionó.
Un joven ingeniero se dedicó a arreglarlo durante meses, desenvolviendo y envolviendo manualmente cables alrededor de palitos de metal separados por una distancia de aproximadamente 1 milímetro.
No fue sino hasta octubre de ese año que IMP 1 e IMP 2 estuvieron listos en la Universidad de California, Los Ángeles, y el Instituto de Investigación de Stanford, a más de 500 km de distancia.
El 29 de octubre de 1969, dos computadoras centrales intercambiaron su primera palabra a través de sus IMP complementarios.
La verdad es que la intención del operador había sido escribir: “Login” (“Iniciar sesión”) pero la red se cayó después de dos letras.
Un inicio accidentado, pero Arpanet había sido encendida.
Le siguieron otras redes, al igual que un proyecto de una década para interconectarlas en una red de redes, o simplemente, “internet”.
Finalmente, los IMP fueron reemplazados por dispositivos más modernos llamados enrutadores. A fines de la década de 1980, eran piezas de museo.
Pero el mundo que Roberts había predicho, en el que “casi todos los elementos concebibles de hardware y software de la computadora estarán en la red”, se estaba haciendo realidad.
¿Y Arpa? Gracias a la claridad de su misión, la calidad de sus jefes y la confianza depositada en ellos, pasó a jugar un rol importante también en la creación del sistema de posicionamiento global y, más recientemente, los autos sin conductor.
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Tim Harford escribe la columna “Economista clandestino” en el diario británico Financial Times. El Servicio Mundial de la BBC transmite la serie 50 Things That Made the Modern Economy. Puedes encontrar más información sobre las fuentes del programa y escuchar todos los episodios o suscribirte al podcast de la serie.
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