Los hablantes hacen la lengua, la forjan y modifican día a día de acuerdo a sus contextos y expresiones culturales, y como nada está exento de ser enunciado, absolutamente todo puede ser analizado desde la lingüística. Sí, hasta el sonidero.
En las últimas décadas, el sonidero se ha convertido en un evento característico “del chilango” (y, por supuesto, la zona conurbada de la CDMX), porque ¿a quién no le gustan y sorprenden o siquiera le dan curiosidad estas fiestas masivas?
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Incluso, pensémoslo bien, surgen como un oficio: un trabajo como pocos en el que la voz es una guía entre el barullo de la música y los pasos de baile.
Pero a ver, sin desviarnos, ¿qué tiene que ver la lingüística y el sonidero? Precisamente en la voz es donde se cruzan y el diccionario francés Larousse nos explica el origen de esta palabra y su evolución.
Las letras o la oralidad no son lo único que le interesa a la lingüística, sino también la comunicación en sí misma y sus expresiones a través de distintos lenguajes.
Desde el siglo pasado, la semiótica analizaba a la música como un conjunto de signos, al igual que las lenguas, con significados y sentidos que, en su conjunto, formaban discursos.
Hay un semiólogo y lingüista muy famoso que se llama Iuri Lotman, pues él aseguraba que la cultura es texto y nadie puede negar que el sonidero es cultura, y una muy chilanga, por cierto.
Por allá de la mitad del siglo pasado se ofrecían servicios de “luz y sonido” como alternativa a los grupos musicales en vivo para amenizar fiestas.
Por su alto costo, este servicio sólo podía ser contratado en celebraciones que de veras lo ameritaban: bodas, XV años, bautizos.
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La música que tocaban era variadita e iba de acuerdo a las tendencias musicales de los barrios de la Ciudad de México: que si su cumbia, que si su salsa, todo lo que se pidiera.
Sin embargo, aunque los sonideros tocaban de todo un poco, hay dos categorías que todavía hoy perduran:
Hay dos sonideros muy queridos de la CDMX que representan perfecto ambos géneros: Pollymarchs y Sonido La Changa.
Como te comentábamos, primero se le llamó “luz y sonido”, pero la economía de la lengua –esa ley que dicta que el hablante hará el menor esfuerzo para comunicar más– hizo de las suyas.
Primero, los usuarios de esta locución nominal la redujeron hasta decir sólo “sonido”. Luego, ocurrió un fenómeno lingüístico llamado ampliación de significado, y de manera casi poética los hablantes dirán que el sonido también es espacio.
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Es decir, en poco tiempo “sonido” dejó de significar al grupo musical y pasó a designar al espacio donde se realizaba y, después de manera abstracta, al evento o fiesta.
Pero, ah-qué-caray, no era suficiente esto.
Conforme evolucionó el concepto de sonido, también se necesitó de un oficio y de una designación para éste.
Y… voilà! En ese momento ocurrió la derivación adjetival: se añadió el morfema -ero y ahora tenemos como resultado “sonidero”.
Con el tiempo, esa palabra sustituyó a “sonido” y ahora designa a todo un concepto de baile y música realizado en plazas o salones.
Cool ¿no? Pues como con el sonidero, la lingüística podría abarcar páááginas enteras sobre la etimología de los géneros musicales (¿sabías que la bachata es de origen africano y, se presume, significa jolgorio o fiesta?).
Pts, pts, por cierto, hoy Larousse cumple 55 años en México y como le encanta la cultura chilanga, se armó un festejo al ritmo de cumbia y salsa con su propio sonidero: Apolonia: la diosa de la lingüística. Sonido Salvaje.
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