“No sé por qué sucedió”. Eso fue lo primero que pensé cuando terminó todo. Estaba lavando la ropa con mi novia, era miércoles, no tenía tanto trabajo ese día, estaba sano, me sentía contento.
Sí, afuera, una pandemia que todavía no comprendíamos recorría las calles, y llevábamos ya varios días sin salir, y tenía medio año que no veía a familia o amigos, y la muerte cada vez se sentía más cerca, y la crisis económica estaba a tope, y la incertidumbre era lo primero que recordaba al despertar y lo último en que pensaba antes de dormir. Pero en mi casa todo estaba bien, yo estaba bien. Y de todas maneras pasó.
Fue súbito. Estaba colgando la ropa limpia con Paola mientras le contaba sobre la plática TEDx que daría pronto y que todavía no terminaba de escribir; además, unos días atrás había presentado un borrador que había recibido muchas críticas, todas ellas justas y precisas, pero que me habían dejado intranquilo.
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El tiempo corría y yo gateaba: si no me apuraba, antes de darme cuenta llegaría la fecha de entrega. Y por si fuera poco, ese tiempo tenía que encontrarlo entre las consultas, la gestión de talleres, las entrevistas, las conferencias, los guiones de Sexplaining, la oferta de un podcast, la oferta de un libro en una editorial grande, la limpieza del hogar, la administración del dinero, las llamadas a mi familia y amigos, el cuidado y convivencia con Paola y el “tiempo para mí”.
“Pero bueno”, le dije a Paola, “estoy bien, al menos tengo chamba y oportunidades como esta”.
Y entonces lo sentí.
Una ola de calor me recorrió el cuerpo y se concentró en mis extremidades. Necesitaba huir o luchar contra algo, lo que fuera.
Sentí un impulso por darme un golpe a mí mismo y sacarme del trance, pero en vez de eso cerré el puño y lo estampé contra una caja de cartón que estaba a mi izquierda. Me mareé.
Mis piernas temblaron, mi propio peso colapsó en sí mismo, caí al piso. Taquicardia. Sudor frío. Dolor en el pecho. Llanto. Pánico.
Estuve así unos segundos y entonces pasó algo curioso: pude verme en el piso, incapaz de controlarme, fuera de mí, como si mi cuerpo no fuera mío, sino de otra persona, otro César que se veía exactamente igual a mí, pero no era yo.
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De repente, noté algo: Paola me estaba preguntando, “¿qué pasa?”, a lo que yo le respondí, “no sé, no sé, no sé, no sé”. Y entonces empecé a tranquilizarme. Mi respiración comenzó a ser más profunda, mi cuerpo dejó de temblar, mi latido dejó de golpear mi cuello.
Me levanté. Paola me abrazó, lloré en sus hombros. De ese día, no recuerdo nada más.
Un ataque de pánico es una de las reacciones más extremas del mecanismo de supervivencia conocido como respuesta del estrés agudo. El famoso fight, flight or freeze; huir, luchar o congelarse: el sistema de supervivencia que los mamíferos hemos mantenido por milenios ante la amenaza.
Esto es lo que me sucedió: aunque mi pico más alto de estrés llegó durante el ataque de pánico, en realidad yo llevaba estresado mucho tiempo.
La pandemia, la salud de mi familia, el bienestar de Paola, el proceso de mis pacientes, la sana convivencia con mi rumi, mi trabajo, los proyectos que llegaron y que había aceptado sin pensarlo dos veces porque qué tal que el mundo se acababa y luego ya no quedaba nada más, los textos que explicaban la psicología de vivir una crisis sanitaria: mi personalidad tiende a cargar las preocupaciones del mundo (que definitivamente son más de las que me corresponden y todavía más de las que mi cuerpo soporta) y, aunque es algo que he aprendido a manejar con los años y con la terapia, una situación de crisis me hizo regresar a un antiguo mecanismo de defensa: preocúpate por todo, resuelve todo, no descanses nunca, sólo así podrás sobrevivir la incertidumbre.
¿Por qué no lo noté? ¿Cómo llegué a ese punto?
Bueno, pues resulta que el estrés tiene formas de esconderse: por mucho que nos desgaste, como su principal propósito es protegernos, con el paso del tiempo se vuelve relativamente sencillo ignorar que nuestro cuerpo está al límite. Lo normalizamos.
La cultura facilita esto: trabaja mucho, sonríe siempre, vibra alto, nunca te rindas, nunca descanses.
De repente se vuelve “normal” dejar de comer, dejar de dormir, dejar de relacionarte, dejar de disfrutar. Y esto puede mantenerse así por años.
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Otro ejemplo: ¿les ha pasado alguna vez que realizan una entrega de trabajo o presentan un examen complicado y se enferman al día siguiente? Ahí está lo que les digo: el estrés continuo debilita el sistema inmune al mismo tiempo que puede maquillar los síntomas de una enfermedad, y en el momento en que desaparece el estresor (el examen o la entrega) y el cuerpo permite relajarse, la enfermedad entra con toda su fuerza.
Además, cuando sumas factores ideológicos y de género (“¡Eres hombre, tienes que trabajar arduamente para proteger a tu gente!”) y/o psicológicos (“¡Si dejas de ser productivo, la gente te va a dejar de querer!”), la cosa se vuelve más complicada.
No existe una respuesta única a por qué suceden los ataques de pánico, porque suelen ser la suma de muchos elementos los que pueden llegar a dispararlos.
Sin embargo, podemos hacer algo: aprender a reconocer sus síntomas antes y durante, así como cuidarnos después.
Y aquí es donde tuve una extraña oportunidad privilegiada: lo que no conté al inicio es que, mientras tenía mi ataque de pánico, observé mi cuerpo.
La consciencia no me alcanzó para dar explicaciones, pero hice todo lo posible por observarme a detalle y estar lo más presente posible en esa reacción desbordada. Y con el paso del tiempo, he ido reconstruyendo y explicando poco a poco lo que sentí.
Y ahora sé por qué sucedió.
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Fue súbito.
(No es cierto, no lo fue, un ataque de pánico nunca es súbito, aunque así se sienta).
Estaba colgando la ropa limpia con Paola mientras le contaba sobre la plática TEDx que daría pronto y que todavía no terminaba de escribir, además, unos días atrás había presentado un borrador que había recibido muchas críticas, todas ellas justas y precisas, pero que me habían dejado intranquilo.
(Un síntoma del estrés: la creatividad estancada; otro: la angustia de no tener capacidad de resolver un problema; uno más: la hipersensibilidad a la crítica justa).
El tiempo corría y yo gateaba: si no me apuraba, antes de darme cuenta llegaría la fecha de entrega.
(Pero había suficiente tiempo, lo que me faltaba era la capacidad de volver a sentir su paso al ritmo de un segundo a la vez).
Y por si fuera poco, ese tiempo tenía que encontrarlo entre las consultas, la gestión de talleres, las entrevistas, las conferencias, los guiones de Sexplaining, la oferta de un podcast, la oferta de un libro en una editorial grande, la limpieza del hogar, la administración del dinero, las llamadas a mi familia y amigos, el cuidado y convivencia con Paola y el “tiempo para mí”.
(¿Era realista creer que podría con todo eso? ¿Todavía más durante una crisis sanitaria? ¿Todavía más a semanas de empezar a vivir con mi pareja? ¿Todavía más sin tiempo de descanso, de ocio, de fiesta, de juego? No, no lo era, pero la masculinidad y la ética protestante y el apego ansioso-ambivalente y la legítima preocupación por la supervivencia me habían convencido de que eso no importaba, sólo los resultados).
“Pero bueno,” le dije a Paola”, “estoy bien, al menos tengo chamba y oportunidades como esta”.
(Pero el cuerpo no sabe que esto es una oportunidad, al sistema nervioso poco le importan tus privilegios: el cuerpo sólo administra energía y la estaba quemando con fiereza).
Y entonces lo sentí.
(Mi sistema nervioso simpático sobrepasando a mi sistema nervioso parasimpático y comenzando su acción desbordada).
Una ola de calor me recorrió el cuerpo y se concentró en mis extremidades.
(Mis glándulas adrenales liberando grandes cantidades de adrenalina, noradrenalina y cortisol).
Necesitaba huir o luchar contra algo, lo que fuera.
(Mi amígdala, sobreexcitada, incapaz de distinguir entre la seguridad y la amenaza, determinando que la realidad misma es un peligro y que a mi cuerpo lo habita un parásito hambriento, mis pulmones en sus colmillos, mi corazón en sus garras, mi pecho a punto de desgarrarse para dejarlo salir y terminar con mi existencia).
Sentí un impulso por darme un golpe a mí mismo y sacarme del trance, pero en vez de eso cerré el puño y lo estampé contra una caja de cartón que estaba a mi izquierda.
(En una situación de extrema angustia, la autolesión aparecerá como una solución radical a la misma: si el dolor físico me aturde, quizás desaparezca el dolor psicológico).
Me mareé.
(La respiración entrecortada disminuyendo el nivel de dióxido de carbono en mi sangre).
Mis piernas temblaron, mi propio peso colapsó en sí mismo, caí al piso.
(Mis piernas sin movimiento acumulando la sangre que debería estar en mi cerebro).
Taquicardia. Sudor frío. Dolor en el pecho. Llanto.
(La adrenalina castigando a mi cuerpo inerte, mi sistema nervioso simpático sobreactivando cada célula en mí).
Pánico.
(Un miedo ancestral, primordial, casi feral: el miedo al miedo mismo).
Estuve así unos segundos y entonces pasó algo curioso: pude verme en el piso, incapaz de controlarme, fuera de mí, como si mi cuerpo no fuera mío sino de otra persona, otro César que se veía exactamente igual a mí, pero no era yo.
(La disociación rompiendo momentáneamente la conexión entre mi consciencia y mi cuerpo como un mecanismo de emergencia para soportar un dolor intenso).
De repente, noté algo: Paola me estaba preguntando, “¿qué pasa?”, a lo que yo le respondí, “no sé, no sé, no sé, no sé”.
(La voz de Paola tranquilizándome, permitiéndome verbalizar la confusión, conectando mi consciencia con mi cuerpo y luego con ella: mi guardiana de la realidad).
Y entonces empecé a tranquilizarme.
(No hay ataque de pánico que dure cien años, ni sistema nervioso que lo resista).
Mi respiración comenzó a ser más profunda, mi cuerpo dejó de temblar, mi latido dejó de golpear mi cuello.
(El sistema nervioso parasimpático se activaba, disminuyendo la función del sistema nervioso simpático).
Me levanté. Paola me abrazó, lloré en sus hombros.
(Sus piernas sosteniendo lo que las mías no podían, su espalda cargando el peso que doblaba a la mía, su ternura abrazando a mi ternura rota, su abrazo ordenándole a mi cerebro disparar la oxitocina y la serotonina que necesitaba para regresar lentamente a mi estado basal).
De ese día, no recuerdo nada más.
(La amígdala sobreexcitada altera la función del hipocampo, una de las áreas de la memoria del cerebro, lo que vuelve difícil generar recuerdos que luego puedan ser rescatados por el lenguaje. Por eso es que en esos momentos solemos recordar sensaciones o “impresiones”, más que secuencias temporales).
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Cuando eres terapeuta, sabes que no eres inmune a ningún tipo de malestar psicológico. Aun así es sorprendente vivirte del otro lado, aterrizar en el propio cuerpo los síntomas que llevas años leyendo en libros o escuchando en la boca de tus pacientes.
No soy el tipo de persona que “agradece” que le sucedan cosas dolorosas, o que trata al sufrimiento como un “maestro”. Me da pereza glorificar el malestar de esa manera.
Se puede aprender del dolor, sí, pero no es el dolor el que enseña, sino la introspección compasiva.
En mi caso, la introspección compasiva no sólo me ayudó a explicar lo que me ocurrió, sino a entender algo: no fue azaroso y se construyó con el tiempo.
Mi vida llevaba meses siendo una crónica de un ataque de pánico anunciado. Tanto estrés era insostenible. Este ataque fue el aviso de mi cuerpo desbordándose, o más bien, la consecuencia de un cuerpo previamente desbordado.
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Después del ataque de pánico, tuve que elegir: el estrés o mi salud.
No fue una decisión fácil, pero elegí. Elegí no escribir el libro con la editorial grande, consciente y temeroso del costo que podría tener para mi carrera. Elegí no realizar el podcast que me habían propuesto, consciente de la oportunidad perdida. Elegí enfrentar la culpa de soltar dos proyectos grandes desde un lugar que no fuera el autocastigo que tantos años he utilizado como motivación para “ser mejor”, pero que ahora me había roto el alma, porque esa era su consecuencia inevitable.
Elegí tomarme una semana de vacaciones (en casa, en cama), sabiendo que sería una semana que no tendría ingresos. Elegí reducir la cantidad de trabajo que aceptaba y dejar de trabajar a una hora fija, lo cual, como cualquier freelance sabe, es como elegir tirarse a un abismo. Elegí tomar tratamiento psiquiátrico (en terapia psicológica ya estaba), sabiendo que tendría un costo, que tendría efectos secundarios y que se prolongaría durante al menos un año.
Pero también elegí otra cosa. Elegí explicarme.
Elegí mantener la charla TEDx como un ejercicio para escribir desde la calma. Elegí no negociar por ningún motivo mi tiempo con Paola, porque si algo me enseñó con su ternura es que el contacto de un cuerpo amoroso con el propio es el máximo lugar de cuidado y resistencia.
Elegí volver a leer, volver a escribir por gusto, volver a hablar con mis amigues, volver a pasar horas jugando videojuegos, volver a preocuparme por mi alimentación, por el ejercicio, por mi cuerpo.
Todo esto, he de decir, es más un proyecto que algo que sucedió de forma instantánea. Es más una brújula que un mapa. Pero esa brújula me ha mantenido hoy a flote, cada día más seguro, cada día más tranquilo.
Y hoy, más de medio año después, puedo decir: elegí bien.
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