Algo que sostiene a las relaciones románticas es la predictibilidad. Para poder mantener un proyecto de pareja necesitamos la confianza, seguridad e ilusión de que mañana nuestra pareja seguirá aquí, eligiendo estar con nosotros.
Y uso la palabra “ilusión” sin saña, sino para reconocer la posibilidad de que en cualquier momento nuestra pareja podría marcharse, dejar de amarnos o morir.
Pero incluso si reconocemos esas posibilidades necesitamos mecanismos para maquillarlas y hacer más tolerable la permanente amenaza de la separación.
Solo podemos pensar en el futuro si confiamos en que el sol volverá a salir. Y para cualquier pareja confiar en el futuro es esencial.
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Esta necesidad puede ser atendida de muchas formas y una de ellas -acaso la más importante- se llama acuerdos de exclusividad, que van desde no compartirse sexualmente con nadie más, hasta guardar el estreno de cierta película para verla juntos o dedicar una canción que no podrás dedicar a otras personas.
¿Qué es la exclusividad sino un acto que simboliza que un pedazo de la relación es tan especial, tan fino, tan nuestro, que tiene prioridad absoluta por sobre todas las otras opciones románticas y/o sexuales que pudieran cruzarse en el camino de la pareja?
Los acuerdos de “mientras estés conmigo no estarás con nadie más” o “mientras compartas esto solo conmigo no me abandonarás por nadie más” ayudan, en buena medida, a disipar los miedos y las dudas que surgen ante la posibilidad de ser abandonado.
O eso creemos.
Porque los acuerdos se pueden romper. Y porque, aunque el ideal de la exclusividad sea absoluto y entremos a relaciones románticas creyendo que será una promesa que mantendremos día con día de forma infalible, la realidad es otra.
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Pongamos como ejemplo el acuerdo de exclusividad más común y radical de todos: la monogamia.
En su libro The State of Affairs, Esther Perel habla de que, en Estados Unidos, la prevalencia estimada de personas que han cometido infidelidad varía del 26 al 70% de mujeres y del 33 al 75% de hombres.
En México, el Instituto Juan Ramón de la Fuente aseguró que el 90% de hombres y 70% de mujeres en matrimonio han sido infieles al menos una vez en su vida.
Y esas estadísticas son nomás de quienes lo aceptan. Es decir: ocurre probablemente más de lo que nos gustaría pensar (!) y la brecha de género es más estrecha de lo que podríamos suponer (!!).
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Y cuando ocurre una infidelidad, los resultados suelen ser devastadores.
Parejas con décadas de construir un proyecto juntos se separan. Matrimonios, por lo demás estables, quiebran. Noviazgos con ilusiones y futuro por delante se rompen.
La cuota emocional de la infidelidad suele ser alta: autoestima destruida, depresión, ataques de ansiedad, ideación suicida, deseo de venganza. Pero, ¿por qué tantas personas la viven como la máxima de las traiciones?
En este video, Esther Perel habla sobre la infidelidad:
La infidelidad pega en varios lados, pero quiero concentrarme en uno: la necesidad de predictibilidad que cubrimos con la monogamia.
No es raro que se diga “lo que más me duele no es que te hayas acostado con alguien más, sino que me mentiste y ya no podré confiar en ti”.
El sexo duele, pero el golpe a la confianza y a la estabilidad mata.
La infidelidad se vive como una traición porque nos quita la confianza en que el sol volverá a salir.
Cuando llega a ocurrir, lo que destruye es el cimiento del proyecto de pareja: “si nuestra relación se construyó alrededor de una promesa de exclusividad y rompiste el acuerdo por estar con esa persona significa que, quizás, ya no quieras estar conmigo”.
Y esa incertidumbre, que se manifiesta emocionalmente como celos, duele. Y duele mucho.
A la luz de que las estadísticas nos indican que la infidelidad es la norma y no la excepción, ¿las personas que practicamos relaciones monógamas -o pa’l caso, con cualquier tipo de cláusula de exclusividad- hacemos bien en darle tanto peso a la fidelidad?
¿En serio la monogamia tendría que ser el pegamento moral que une a una pareja?
Esther Perel cuenta en el mismo libro el caso de una mujer que, después de años de ser violentada psicológica y físicamente por su esposo, un día se acostó con otro hombre. Cuando ella se lo confesó a su marido, él declaró que ella había traicionado a la relación.
Perel se pregunta: ¿qué no él, al violentarla durante tantos años, traicionó los votos maritales en mayor cantidad de ocasiones y con mayor gravedad que su esposa en una noche de pasión?
¿Acaso no existen traiciones más grandes que uno —o varios— acostones con otra persona y que no suelen ser percibidas como tales?
¿En verdad la infidelidad debería ser considerada como una de las mayores ofensas a la estabilidad de una relación, cuando existen actos mucho más devastadores y violentos?
No lo sé. Desde luego, depende de cada pareja definir el peso y las formas que los acuerdos de exclusividad tendrán en su relación.
Además, no es lo mismo el caso que expone Perel a, por ejemplo, una relación en la que una de las partes es infiel en repetidas ocasiones, abusando repetitiva y maliciosamente de la confianza de su pareja.
Las causas de la infidelidad siempre son multifactoriales y, si se pretenden analizar, hay que tomar en cuenta el contexto.
Pero creo que vale la pena cuestionar el peso que le damos en nuestra vida a la exclusividad sexual, pues con la altísima incidencia de infidelidad en las relaciones monógamas pienso que sería bueno dejar de considerar a la infidelidad como el fantasma que acecha en todo momento y comenzar a pensarla como una posibilidad.
Aceptemos que la infidelidad —y en realidad, la traición a cualquier acuerdo— no solo sucede —¡hasta en las mejores familias!—, sino que hay una gran posibilidad de que, en algún momento, vaya a ocurrir.
Esto no significa que se asuma como cualquier cosa, sino que se redimensione su gravedad, se disminuya el sufrimiento asociado, se analice caso por caso, se considere el contexto, se busque comprender las razones que la posibilitaron, se cuestione si la ruptura es la mejor consecuencia después de esta falta o habrá cabida para la disculpa, la reparación del daño y el perdón.
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Con esto no pretendo trivializar la infidelidad. Ciertamente es una falta con consecuencias potencialmente graves, como infecciones de transmisión sexual, chantajes, dinero malgastado, vendettas o, incluso sí, abandono de familias. Esto, sumado a los altísimos dolores emocionales que mencioné anteriormente.
Además, en muchas ocasiones, como en el caso que cuenta Perel, las consecuencias y el entendimiento de la infidelidad están unidas a otras violencias de pareja, particularmente, la de género.
Sin embargo, las consecuencias materiales y emocionales no siempre son tan devastadoras y en muchas ocasiones pareciera que lo que duele no es la consecuencia, sino la ofensa misma, sin importar su manejo o trascendencia real.
Si una pareja establece un acuerdo monógamo, ambas partes tendrían que respetarlo, cierto. Y toda infidelidad puede ser considerada un engaño, también.
Pero dado a que las promesas no siempre se cumplen, me gustaría hacer una propuesta pragmática: aceptemos la falta como posibilidad de cualquier acuerdo de exclusividad y busquemos entenderla, antes de moralizarla.
Entendamos la infidelidad como un acto que expresa una multitud de cosas y saquémosla de las estériles etiquetas de —engaño— o —mentira—.
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Desde luego, esta propuesta no es nueva.
Las personas que practican relaciones no monógamas han decidido no poner al centro de su relación el acuerdo de la monogamia absoluta, reconociendo y aceptando la incertidumbre de la fidelidad sexual como una pieza fundamental de las relaciones humanas.
Incluso cuando en esas relaciones se rompen los acuerdos de exclusividad, regularmente estas faltas no son tomadas como un tiro de gracia a la relación, sino como una crisis con posibilidad de ser resuelta.
Y existen muchas relaciones monógamas que, tras la crisis de una infidelidad, vuelven a poner al centro la relación, con sus promesas y dolores y se reinventan como pareja, haciendo nacer, en ocasiones, una intimidad y un lazo mucho más grandes que los anteriores.
Puede que el perdón y la reinvención no sean las mejores opciones en todos los casos, pero pienso que, de todas formas, podemos aprender algo de cuando sí: aceptar la crisis y reconocer, a su vez, la posibilidad de que se pueda resolver.
Pasamos demasiado tiempo ingeniando planes para evitar la infidelidad y sufriendo por fantasías en las que nos ponen los cuernos en vez de considerar la posibilidad real de que ocurra y trabajar en los planes de disminución de riesgo —¡pruebas regulares de VIH en parejas monógamas, estables y longevas, por ejemplo!—, de aprendizaje, reparación y control del daño, mejora en la comunicación, reconstrucción del cariño, de perdón.
Nos encanta la posibilidad de reconocer al otro como un ser humano con fallas y en proceso de mejora constante, pero cuando los defectos y fallas se hacen evidentes, los rechazamos categóricamente. Y no tendría que ser así.
Podríamos quitarle mucho sufrimiento a la infidelidad si dejáramos de gastar tanta energía en cultivar el miedo a ella y comenzáramos a invertirla en comprenderla, contextualizarla y, cuando sea el caso, sanarla.
Al final, en las relaciones humanas, uno decide si volverá a salir el sol o no.