Me gusta iniciar mis conferencias sobre salud sexual con una pregunta: “¿Por qué la gente tiene sexo?”
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Van unos datos:
Para iniciar su presentación en el pasado congreso de la WAS, Anne Philpott, consejera del Departamento de Desarrollo Internacional del Reino Unido, habló de un juguete sexual increíble y prácticamente desconocido para parejas heterosexuales.
Está compuesto por dos anillos de látex conectados por un “túnel” del mismo material y su modo de uso es el que otorga placer: un anillo se coloca dentro de la vagina y puede dar placer al pene durante una penetración profunda, mientras que el otro puede estimular la parte externa del clítoris.
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Además, tiene una ventaja única: es el único juguete sexual del mundo que previene infecciones de transmisión sexual y embarazos no deseados.
Todo el auditorio estaba impresionado. Yo, al menos, nunca había escuchado nada igual.
Philpott tomó una pequeña cajita y anunció que nos iba a mostrar el juguete. La sala entera en silencio. Con cuidado, abrió la caja y nos mostró el misterioso instrumento:
“¿Por qué la gente tiene sexo?”
“Para reproducirse.”
“¿La mayoría de las veces en que una persona tenga sexo será para reproducirse?”
“No”.
“Entonces ¿por qué la gente tiene sexo?”
“Por necesidad”.
“¿Si una persona no tiene sexo se muere?”
“No.”
“Por amor”.
“¿La mayoría de las veces en que una persona tenga sexo será por amor?”
“No”.
“Entonces ¿por qué la gente tiene sexo?”
Silencio.
“Niñas, no tengan sexo porque se van a embarazar y morir”, dice el coach de la película Mean Girls.
Esa es la educación sexual que recibimos, una sostenida en dos miedos: la muerte y el embarazo no deseado —y me atrevería a decir que el segundo es un miedo maquillado de otro: el aborto, porque ya sabemos que los mismos que proponen este modelo son los mismos que están a favor de la maternidad forzada y en contra de la interrupción legal del embarazo—.
Hasta acá, nada nuevo.
Hace años trabajé en una escuela —supuestamente progresista— en la que alguna vez ocuparon el tiempo de mi clase para impartirle al alumnado una conferencia sobre sexualidad de parte de la Secretaría de salud de la ciudad.
Dividieron al salón por sexo —no fuera a ser, por ejemplo, que los hombres escucharan de la menstruación, como si le ocurriera naturalmente cada mes a la otra mitad de la humanidad— y la charla estaba centrada en la prevención de infecciones de transmisión sexual.
Indignado, yo lo interrumpí y le dije que eso no era cierto, que la transmisión del virus podía prevenirse y que la expectativa de vida para una persona con VIH que toma antirretrovirales y cuida su salud de forma adecuada podía ser de hasta más de 70 años.
Un profesor, coordinador de una de las áreas académicas, se me acercó y me dijo: “tienes razón pero déjalo hablar, a los muchachos no les viene mal una asustadita”.
Entiendo la lógica, pero ¿cuáles son los resultados?
De entrada, citando a la UNESCO: “se ha demostrado que los programas que promueven únicamente la abstinencia no tienen ningún efecto en el retraso de la iniciación sexual ni en la reducción de la frecuencia de las relaciones sexuales o el número de parejas sexuales”.
Darles “una asustadita” también ha demostrado tener los efectos contrarios a los esperados, porque no ha servido en lo absoluto para promover prácticas seguras.
La educación sexual fundada en el miedo y la promoción de la abstinencia es educación inútil. Rechazar este hecho es suscribir a una ideología falsa y dañina.
Por poner un ejemplo: un metaanálisis de 28 estudios de mujeres que tuvieron relaciones no consensuadas descubrió que 60% de ellas no reconocieron que habían sido violadas.
Esto es, en parte, debido al estigma que supone sufrir una violación y al miedo que supone revelar que ha tenido interacción sexual: ¿cómo es que una adolescente que sufrió abuso sexual le va a contar a sus padres/profesores/autoridades que fue violada, si ellos se encargaron de que le tuviera miedo a hablar del tema?
La educación sexual basada en el miedo y en la abstinencia es un oxímoron. No puede haber educación sexual que se centre en la falta de sexo o en el miedo al sexo.
Entonces ¿qué es lo que falta?, ¿cuál es el elefante blanco que no estamos mirando?
Nunca había escuchado a nadie hablar del condón femenino —que en realidad deberíamos llamar “condón interno”— como Anne Philpott.
Hasta ese momento yo lo conocía como un aburrido y complicado método de barrera un tanto más conveniente que el condón masculino —que en realidad deberíamos llamar “condón externo”— por ser más efectivo para prevenir el VPH o por poder colocarse horas antes del coito, pero hasta ahí.
Sin embargo, después de su presentación, la forma en que lo miraba cambió. Me interesó.
Philpott le había dado al clavo de cómo presentar efectivamente un método anticonceptivo al transformarlo de uno aparentemente aburrido y fastidioso a, literalmente, un juguete sexual.
No había hablado de miedo.
No había hablado de embarazo no deseado.
No había hablado de transmisión de infecciones.
No había hablado de muerte.
Había hablado de placer.
Que hablar de placer sea la mejor manera para impartir educación sexual no es nada nuevo, pero sí es algo que no sucede mucho.
Philpott, por ejemplo, fundó en 2004 “The Pleasure Project”, una organización basada en educar desde el placer.
Un estudio de 2001 ya argumentaba que hablar de placer era la mejor manera de hacer educación sexual porque atrae más atención, se recuerda más fácilmente y genera menos discusiones que otras maneras de hacerlo.
Está demostrado que hablar de placer promueve mejores actitudes hacia la salud sexual, la comunicación de pareja, uso de condón y prácticas sexuales seguras.
Y si partimos de eso podemos abarcarlo todo: prevención de abuso sexual —porque el sexo solo es rico si es consensuado, de lo contrario es abuso—; prevención de ITS y de embarazo no deseado —porque nada hace tan rico el sexo como no tener miedo—; responsabilidad —porque el sexo es una práctica que requiere cuidados para sentirse bien—: prácticas seguras —porque hay decenas de formas de tener actividad sexual sin exponerte a consecuencias no deseadas—; o simplemente ¡el placer por el placer!
Si sabemos identificar que el sexo debería sentirse bien, podemos reconocer cuando se sienta mal.
Si erotizamos el consentimiento, podemos naturalizar el pedir permiso para interactuar con el cuerpo de otra persona y evitar violentarla.
Esto es tan simple que hasta parecería obvio, pero en realidad no lo es: muchas personas que sufrieron abuso sexual son incapaces de reconocerlo porque no tienen idea de cómo debería sentirse el placer sexual, un orgasmo, la seguridad de compartir tu cuerpo con otra persona, la comunicación asertiva, la intimidad emocional.
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Sonaría increíble, sobre todo considerando que, en varias ocasiones, el cuerpo resiente el malestar —un estudio sueco reportó que de 298 mujeres que fueron violadas 70% experimentaron inmovilidad tónica significativa y 48% inmovilidad tónica extrema— pero ¿cómo vamos a reconocerlo si no sabemos que el sexo no debería sentirse como una experiencia traumática sino que debería ser placentero?
Hablar de placer es hablar de consentimiento.
Hablar de placer es hablar de cuidado.
Hablar de placer es hablar de vida.
“¿Por qué la gente tiene sexo?”, pregunto otra vez y se me otorgan varias respuestas, entre la duda, la confesión y la risa, hasta que alguna persona lo dice:
“Porque se siente bien”.
Asiento.
Sonrío.
Y entonces sí, con ese acuerdo común inicio la conferencia.