Los hombres hetero casi no gemimos en el sexo. Algunos somos silenciosos como estrellas de mar, otros bufamos durante el coito agitado como si nos habitara el espíritu de un toro estreñido, pero gemir, lo que se conoce como simplemente gemir, es algo que no solemos hacer.
En parte, creo que esto se debe a que solemos asociar el sonido de los gemidos con lo femenino.
El gemido es la traducción sonora del placer en el cuerpo, la piel hablando, el lenguaje antes del lenguaje.
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El gemido, además, invita a mayor sensación, como decir “aah” después de darle el primer trago a una cerveza helada y sentir en la garganta una pizquita de goce, eco del sabor de la bebida que invita a seguir bebiendo.
Pero los hombres hetero, educados y afirmados en el estoicismo, no solemos darnos permiso de esas expresiones, porque simplemente no es lo que un hombre debe de hacer.
Sucede así con el dolor, con la alegría, con el miedo, la tristeza o la sorpresa. Lo que el cuerpo siente no ha de ser expresado o ha de ser expresado prudentemente.
(Curiosamente, no sucede así con el enojo o el orgullo, situaciones psicofisiológicas que invitan al grito y al bramido, que pueden usarse como demostración de poder).
Consecuencia de esto es la limitación de nuestra propia expresión emocional. Y la limitación afecta nuestra capacidad de sentir placer, porque, ¿cómo le vamos a dar permiso al cuerpo de sentirse cuerpo si tenemos nuestra atención puesta en que no se exprese como cuerpo? ¿Cómo nos vamos a dar chance de ceder al placer si limitamos la expresión de ese placer?
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Lo que solemos pensar (en parte, educados por el porno) es que los gemidos son poco masculinos y que, por lo tanto, a ninguna mujer les van a gustar.
Pero esto es falso. Como buen hombre de ciencia dejaré que la evidencia hable por sí misma:
Ahí está la evidencia. Hagan la prueba. Denle chance a su cuerpo de ser cuerpo, de sentir todo lo que se puede sentir sin temor, de expresarse sin miedo a ser menospreciado por la expresión. Verán que se siente bien.
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