I
Este no es un texto sobre Luisito Comunica, pero en algún momento llegaremos a él.
II
En cambio, este es un texto sobre la vez que me suspendieron en tercero de secundaria por llevar muy largo el cabello. Por algún motivo, la coordinadora académica decidió hacer una redada por todos los salones de clase para identificar a cuanto hombre tuviera un peinado de más de 10 centímetros de largo y yo fui uno de los atrapados.
Resultamos ser un grupo pequeño, de apenas un puñado de alumnos, por lo que nos dio la oportunidad de salir de la escuela, ir al peluquero y regresar.
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Un compañero, quizás ya de 16 años y con licencia de manejo, o quizás quinceañero y con padres ricos y descuidados, ofreció llevarnos y regresarnos.
La coordinadora aceptó y nos dio una elección: avisábamos a nuestros padres o salíamos y regresábamos.
Algunos compañeros prefirieron avisar a sus padres de su falta y ser devueltos a casa, pero yo decidí treparme a la expedición quizás porque en aquel entonces no tenía muchos amigos y no podía desperdiciar tal aventura. Después de todo, que te sacaran de clases era algo propio de los chicos cool.
Imagen: Cartoon Network
El transcurso del viaje transcurrió como lo esperado: íbamos riendo, haciendo bromas sobre los profesores, hablando sobre lo absurdo de las reglas. Todo bien. Estos eran compañeros con los que nunca había hablado, pero, de alguna forma, los sentía mis amigos.
Por un momento, ese grupo de desconocidos se convirtieron en mis hermanos de guerra sublevados contra la mafia de la formalidad académica de la educación básica.
Todo estaba bien.
Hasta que ya lo no estuvo.
En un momento, entre risas y chistes, el compañero que iba como copiloto le dijo al que manejaba “oríllate”.
Se hizo lo pedido y, apenas el auto se acercó a la banqueta, el copiloto sacó la cabeza para gritarle una obscenidad a una chica —y uso la palabra a conciencia: no se trató, ni siquiera, de uno de esos “piropos” que algunos hombres podrían defender como inocentes halagos, sino un comentario lascivo sobre su cuerpo—.
La mujer gritó del susto y se quedó en su lugar parada mientras el auto se alejaba, con mis compañeros muriéndose de risa, celebrando la audacia del copiloto al que no le importó agredir verbalmente a una mujer desconocida con tal de despertar algunas risas y ganar cierto estatus —agresión, por cierto, de la que se tenía plena conciencia que era tal, si no fuera así, ¿por qué entonces se celebraba como un hecho transgresor, como un “qué valiente que te atreviste a hacer eso?—.
Ni en aquel momento ni durante el resto del trayecto me reí. No participé activamente del acoso, pero tampoco hice nada.
Ese día regresé avergonzado a casa y esa vergüenza la llevo aun conmigo mientras escribo estas líneas. Como si de algo importara.
III
Una cosa sobre los hombres: pocas cosas nos resultan tan importantes como la amistad entre nosotros.
La filósofa feminista Marilyn Frye lo definió bien: “Todo o casi todo lo que es propio del amor, la mayoría de los hombres hetero lo reservan exclusivamente para otros hombres. Las personas que ellos admiran; respetan; adoran y veneran; honran; a quienes ellos imitan; idolatran y con quienes cultivan vínculos más profundos; a quienes están dispuestos a enseñar y con quienes están dispuestos a aprender; aquellos cuyo respeto, admiración, reconocimiento, honra, reverencia y amor ellos desean: estos son, en su enorme mayoría, hombres”.
Bros before todo.
Además, buena parte de la amistad masculina está sostenida en mantener un pacto de protección con cierto aire militar: tú me cubres, yo te cubro. Para los hombres, este pacto suele ser inquebrantable y sagrado. Simio no mata simio, pues.
Imagen: Chernin Entertaiment
Otra cosa sobre los hombres: nos gusta vernos como héroes. Los personajes con los que nos identificamos de las historias que consumimos suelen ser así: conquistadores, creadores, triunfadores.
Los niños juegan a que son Han Solo y usamos la playera de Cristiano Ronaldo para jugar fútbol con nuestros amigos. Y eso no está mal: crecer soñando con la gloria te hace aventurero, valiente, soñador.
Sin embargo, este deseo e identificación suelen esconder un problema común: para ser héroes necesitamos una conquista que sea reconocida por nuestros pares.
Checa este video:
“Esa construcción ‘heroica’ de la masculinidad y que la cultura ha reproducido y reproduce constantemente nos muestra cómo el varón necesita en ocasiones recurrir a la violencia para alcanzar o mantenerse en el poder, para restaurar el orden por él diseñado o, simplemente, para sancionar la sumisión de quienes deben admirarlo y obedecerlo”, dice Octavio Salazar en su libro El hombre que no deberíamos ser.
Es decir: ser un héroe, en términos de masculinidad, significa tener poder y, para tener poder, se necesita violentar.
Históricamente, las mujeres han sido las principales víctimas de esa violencia que surge como consecuencia de nuestra búsqueda por la gloria. Históricamente, también, los hombres nos hemos protegido cuando cometemos dichos actos de violencia bajo el pretexto de nuestra camaradería y amistad.
Ejemplos sobran, pero pongamos uno: el infame caso de La Manada, un grupo de cinco violadores españoles llamado así por un grupo de Whatsapp que llevaba ese nombre en el que compartieron un video donde los cinco violaron tumultuariamente a una mujer.
¿No nos dice algo que el grupo de amigos se autodenominara La Manada, haciendo referencia a una de las formas más animales de acompañarse y estar juntos?
¿No es una celebración el mensaje que mandaron en su grupo: “follándonos los cinco a una, vaya puto desfase, del ATC Madrid era, ja, ja”?
¿No es, acaso, sintomático, que este no sea un caso aislado, sino uno de varios que evidencian que muchos hombres tenemos normalizado violentar mujeres en grupos de whatsapp con nuestros amigos?
¿No es acaso el mismo pacto de amistad masculina y deseo de ser héroes el que, en mi anécdota de la secundaria, llevó a mis compañeros a acosar a una mujer con tal de despertar algunas risas de los demás, así como me llevó a mí a demostrarme incapaz de intervenir contra ellos por temor a perder el sentimiento de camaradería y pertenencia que había ganado esos veinte minutos que pasamos juntos en el carro?
Ya lo dijo Virginia Woolf en Una habitación propia: “las mujeres han servido todos estos siglos como lentes poseedores de la magia y el delicioso poder de reflejar la figura de los hombres el doble de su tamaño natural”.
O lo que es lo mismo: los niños siguen jugando a ser Han Solo, un carismático acosador, y seguimos usando las playeras de Cristiano Ronaldo, a pesar de ser un violador.
Imagen: YouTube / Luisito Comunica
Al inicio dije que este texto no trataría sobre él. Y lo mantengo.
Pero estos días explotó en Twitter la noticia de que se expuso un mensaje en el que presumía en un grupo de Whatsapp haberle sido infiel a su novia y pienso que este caso, nuevamente, evidencia el problema de este pacto de protección entre hombres.
No me interesa hablar sobre la supuesta infidelidad o seguir contribuyendo al chisme de farándula de ningún modo. Pero sí quiero hacer notar algo, el mensaje leído por la conductora de Badabun que lo expuso: “pinche morra, estabas hasta el culo, pero mira, está bien loca”.
Nuevamente, la humillación de una mujer para hacer reír; nuevamente, la celebración de la conquista masculina sobre el cuerpo de una mujer; nuevamente, el descarado alarde de una posible violación —en tanto que la mujer estaba borracha y podría no haber dado su consentimiento de forma consciente—.
Nuevamente, incluso, el encubrimiento: las risas que se escuchan del youtuber “Rayito” al leer el mensaje y el video en que Lizbeth Rodríguez pidió disculpas por afectar la imagen de Luis, pero nada dijo sobre las posibles mujeres afectadas. De eso se trata su programa, claro.
Uno podría pensar que solo se trata de una conversación entre amigos y que podría no tener trascendencia. Y quizás, en algunos casos, así sea. El problema es que hablar así de las mujeres con nuestros amigos es una parte importante de lo que mantiene viva la epidemia de violencia de género contra las mujeres, pues la normaliza.
Seguir pensándolas como, ugh, conquistas sexuales, refuerza la idea de que el cuerpo de una mujer es terreno de batalla para demostrar nuestra hombría. Reducirlas a meros objetos sexuales en nuestros grupos de WhatsApp contribuye a que nos sea fácil y normal violentarlas.
Y eso se traduce en sufrimiento. Sufrimiento del que, si te animas a escuchar, te darás cuenta que están siendo víctimas —entre incontables mujeres más— nuestras parejas, amigas, madres, hijas, hermanas.
Por eso es que los hombres tenemos que confrontar a nuestros amigos cuando sean violentos.
El escritor y educador Jackson Katz escribe en su libro The Macho Paradox: “Si más hombres hablaran antes, durante o después de incidentes de abuso verbal, físico o sexual cometidos por sus pares, ayudarían a crear un clima en el que el abuso hacia las mujeres —emocional, físico, sexual— sería estgimatizado y visto como incompatible con las normas de grupo masculinas. Esto significa que un hombre que cometa ese comportamiento perdería estatus entre sus pares masculinos, así como la aprobación de hombres mayores”.
Con esto no pretendo anunciar un falso puritanismo. Me parece bien que entre amigos (o amigas o amistades) se compartan nuestras historias sexuales y estas sean motivo de risas, de anécdotas, de dicha.
Finalmente, la vida sexual es eso: vida, y la vida es más sabrosa cuando se comparte. Pero hay que distinguir entre compartir vida y compartir violencia.
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Podemos educarnos para dejar de ser violentos. Podemos dejar de reírnos cuando el chiste sea a costa del cuerpo, identidad y vida de otra y crear un nuevo ambiente donde esos comportamientos no sean tolerados.
Podemos resignificar la amistad con otros hombres y mantener las bondades de la camaradería masculina sin que eso signifique violentar a otras (o a otros). Podemos ser mejores.
Lo que no podemos es seguir callados.