Y spoilers a The Babadook.
Empecemos con una obviedad: en las historias de horror, el monstruo suele ser una metáfora de algo más.
La muy famosa frase: conocimiento es saber que Frankestein no es el monstruo, sabiduría es saber que Frankestein es el monstruo, surge de ese reconocimiento: el monstruo, en tanto elemento sobrenatural que transgrede y amenaza la noción de realidad de los protagonistas de una historia, funciona por sí mismo, sí, pero para la espectadora suele ser un comentario sobre los horrores más naturales (sin el prefijo “sobre-”) de la vida en este mundo: el zombi como metáfora del consumismo, el asesino de los slashers ochenteros como metáfora de los terrores de la clase media urbana, el fantasma como metáfora de los secretos y los asuntos interrumpidos por la muerte, el extraterrestre como metáfora del extranjero, el dios cósmico indiferente a los diminutos conflictos humanos como metáfora de, bueno, los diminutos conflictos humanos.
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Lovecraft dijo que la emoción más antigua y fuerte de la humanidad es el miedo, y que el miedo más antiguo y fuerte de todos es el miedo a lo desconocido.
Y puede que sea cierto, pero creo que existe un miedo humano que es, al menos, igual de potente, y que se cuece de manera distinta: el del trauma.
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El horror del trauma no se trata del miedo a lo ignoto sino de confrontar aquello que ya sabemos que es; es el miedo a regresar a un instante familiar de dolor, vulnerabilidad, desesperanza, inmovilidad, muerte; es un horror que no teme a que lo desconocido se revele, sino a que lo conocido sobreviva para siempre.
El trauma es un monstruo terrible porque sólo existe dentro de nosotros, habitando nuestro cuerpo, nuestra casa, nuestras relaciones, como un parásito inescapable.
Así lo plantea una de las películas que, a mi gusto, mejor ha sabido metaforizar el trauma como un monstruo: The Babadook (2014. Dir: Jennifer Kent).
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Va el tráiler:
La protagonista de la película, Amelia, es una mujer perseguida por un evento traumático: el accidente en carro que tuvo mientras su esposo, Oskar, la llevaba al hospital a dar a luz, hecho que resultó en la muerte de él.
A partir de esto, se nos da a entender que Amelia lleva varios años en depresión y estrés: en parte por el duelo, en parte por el trabajo que implica ser una madre soltera sin mayores vínculos de cuidado compartido, en parte por la dificultad que implica lidiar con su hijo, Sam, quien tiene conductas difíciles, como pelearse con sus compañeros o construir armas caseras para combatir un aparente monstruo.
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Al poco tiempo de iniciada la película, Sam encuentra un libro de cuentos: Mister Babadook, que habla de un monstruo del que nadie puede deshacerse una vez revelada su existencia (el trauma: esa mancha de sangre que no se borra, ese halo terrible de luz en la vista que no desaparece).
Aunque Amelia menosprecia la obra como un libro de cuentos un tanto extraño y ya, Sam se convence de que el monstruo es real y que los está acechando a él y a su madre (los hijos: esas esponjas que inevitablemente absorben los dolores reprimidos de los padres).
Eventos raros comienzan a suceder. Sam le rompe la nariz a una compañera, se vuelve insoportable, tiene una crisis epiléptica (la somatización: ese recurso extremo que tiene nuestro cuerpo para suplicarnos ayuda ante los dolores de su hermana, la mente).
Amelia intenta destruir y desaparecer el libro, pero el Babadook siempre regresa, y no sólo eso: advierte que se hace más fuerte mientras más lo niegan (el duelo: esa astilla en el corazón que el pasar del tiempo convierte en puñal).
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Eventualmente, la negación del Babadook llega a tal punto en que acaba ganando la suficiente fuerza para tomar posesión de Amelia e intentar asesinar a su hijo (la negación: ese mecanismo de defensa que a la larga puede doblegar a cualquier persona y reducirla a la expresión de un síntoma).
¿Cómo se derrota a un monstruo así, uno que parece alimentarse de la resistencia hacia él? Las respuestas de otras historias no son suficientes: el fuego, el agua, los hechizos, lásers, machetes y las pistolas no hacen mucho contra el dolor inefable que vive dentro de uno.
Cambiar de casa y escapar tampoco es opción, pues sabemos que el trauma es un monstruo que persigue y persevera.
The Babadook ofrece una respuesta. Amelia corre al sótano de la casa, donde se encontraba el Babadook y lo confronta.
El Babadook se manifiesta: tiene la forma de su esposo, viste su ropa, habla con su voz.
Amelia, temblando, al borde de ser derrotada y con fuego en los ojos, lo mira y le dice: “no eres nada”. El Babadook grita. Sam la abraza. Amelia le grita: “Esta es mi casa. Estás invadiendo mi casa. Si tocas a mi hijo otra vez, te mataré”.
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Y entonces pega un aullido, un alarido de furia y dolor y catarsis. El Babadook se resiste al principio, pero finalmente huye.
Amelia es liberada. Sam está a salvo. La última escena muestra a Amelia y a Sam recolectando gusanos para alimentar al Babadook, quien sigue en el sótano y quizás seguirá por siempre, pero ya sin ser una amenaza, al contrario: es una bestia domada, un espectro con el que se puede convivir.
Amelia y Sam planean el cumpleaños del segundo, la película termina y nos parece decir algo:
Para comenzar a enfrentar al monstruo del trauma (infinitamente más complejo de lo que una película puede representar, pero vaya, así son las metáforas) nos queda una opción: reconocerlo, nombrarlo, mirarlo a los ojos, quitarle la fuerza y decirle “aquí estoy”.
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