La cursilería. La cursilería infinita. La cursilería infinita que no es otra cosa más que consumismo disfrazado de ternura: la obligación de comprar y de gastar y de consumir.
Un oso de peluche gigante. “¿En verdad estos 10 kilos de mal gusto producidos en masa representan lo que significa nuestra relación en mi vida? No lo sé, pero, hey, si no gasto esos mil pesos en este regalo, ¿en qué los voy a gastar?”
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La basura. El oso gigante en la basura. El oso gigante ocupando un espacio en el cuarto que podría ocupar cualquier otra cosa que no fuera un oso de peluche gigante.
La celebración forzada, la imposición de una narrativa. Las tarjetas hallmark con frases genéricas e intercambiables reproduciendo el mismo modelo obsoleto de amor desde hace décadas.
Las fotos de los automóviles haciendo filas en los moteles. La gente que se burla de esas fotos. La envidia lacerante. Las ganas de coger.
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Las ganas de coger.
La envidia de quien sí coge.
La cursilería que nunca termina y que está hueca: los cuadros llenos de corazones, las frases en Facebook, las sonrisas. “El mal gusto de los buenos sentimientos”, dice Pablo Fernandez Christlieb que es la estética de la cursilería.
Hablando de: los carros llenos de post-its. Tómense un momento para meditar sobre esa imagen. No se alejen. Ustedes lo permitieron, ahora asuman que esto existe. ¿Sienten eso? Es el deseo de que por fin nos alcance la muerte.
La sensación de que algo falta aunque nada falte, la angustia de que algo debería suceder aunque nada suceda. Como los cumpleaños, como la Navidad, como el Año Nuevo y como el resto de fechas, marcas en el tiempo que inventamos para sentir que esta vida tiene orden, que controlamos el tiempo, que el caos es una ilusión.
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La realidad oscura: los múltiples abusos sexuales que se cometerán ese día en nombre del amor. El sexo por presión, el sexo “porque toca”, el sexo que es violencia.
El reconocimiento de que nadie celebra las amigas y a los amigos en el “Día del amor y la amistad” sino sólo el amor, porque en este mundo intoxicado por el amor romántico, una pareja vale más que una amistad, incluso si la segunda suele sobrevivir más 14s de febrero que la primera. La jerarquización absurda de los afectos.
La realidad no tan oscura: la cursilería impuesta, a veces, cuando es deseada, sí nos puede hacer un poco felices. A veces. Muy a veces. Los chocolates. Las fotos enmarcadas. Los estatus en Facebook. Las fotos en Instagram. Los recuerdos que construimos que al final separaremos del contexto y quedarán como solo eso: recuerdos de una relación que es o que fue.
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Los bebés que nacerán a mediados de noviembre y que tendrán que acomodar en terapia la realización de que fueron concebidos en un motel barato un 14 de febrero. Lo cual no tiene nada de malo, obviamente, pero ellos lo tardarán en descubrir.
El recuerdo de mi adolescencia: 13 de febrero de 2008, una de las peores noches en mi memoria: me peleé con mi madre como nunca lo había hecho y como nunca lo he vuelto a hacer. Despertar e ir a la escuela sin poder contener el llanto ni la rabia. Pensar: “qué coraje que acabo de pasar unos de los peores momentos de mi vida y la gente va a creer que estoy llorando porque no le gusto a mi crush”. Ugh.
La imposibilidad de escapar del desprecio. Las arcadas emocionales, la obsesión, el rencor que me consume por dentro y me hace sentirme hostil sin razón alguna, pfft, esos van a cortar en dos meses, pfft, esos ni han de coger tan chido, pfft, el amor ni existe, pffffffft.
El culposo, inmaduro y adolescente placer de sentirme superior moralmente por detestar lo que las masas desprecian. La vergüenza de saberme todavía ligeramente tocado por las expecativas de este día. La risa que viene con eso. El reconocimiento de que el mundo está mal, pero yo estoy peor.
Lo digo sin culpa ni orgullo: odio San Valentín.