Llegará el día en que el tiempo dejará de ser tiempo y regresaremos al polvo del que siempre fuimos, y la historia humana no será más que un diminuto destello de luz recorriendo con paciencia el abismo; y entonces, quizás, ese día sabremos dimensionar el daño que How I Met Your Mother le hizo a nuestra concepción del amor y del sexo.
Pongo un ejemplo: en un capítulo se revela que Lily quizás haya tenido sexo con el que fue su novio antes de conocer a Marshall, su prometido.
Hasta ese momento, Marshall pensaba que él había sido su única pareja sexual y consideraba que ese era el mito fundacional de su relación, el pilar moral y romántico sobre el que se sostenía.
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Cuando Marshall expresa su decepción, Lily intenta tranquilizarlo asegurándole que en realidad no tuvo sexo, pues lo que hizo fue —como decimos por aquí— nomás la puntita.
Para que se acuerden:
Esta revelación genera una discusión en la pareja que, curiosamente, no gira alrededor de la pregunta “¿por qué tendría que ser importante para un hombre adulto sostenerse en una narrativa en la que la mujer con quien ha compartido la vida durante años sólo ha tenido sexo con él, y por qué le afecta lo que ella hizo, o no, con su exnovio de la adolescencia; dios mío, esta serie era tan misógina y ni lo notamos, no puede ser, del coraje acabo de darme cuenta que esto ya dejó de ser una pregunta?”
En cambio, la pregunta que se plantean es “¿en serio fue sexo si, como Lily asegura, su exnovio solo metió la puntita?”
Discusión sobre el machismo de la serie aparte, creo que el ejemplo sirve para plantear una cuestión interesante: ¿dónde empieza y dónde termina el sexo?
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Como casi todas las personas crecí pensando que “tener sexo” era equivalente al coito vaginal: la penetración era la visa que me permitiría cruzar la frontera para no volver jamás a mi patria de origen: la virginidad.
Cualquier otra interacción sexual que no fuera penetración pene-vagina no era sexo, era foreplay, “juego previo”; eso que se hace antes del “sexo real”.
Al estudiar en un bachillerato católico escuchaba con frecuencia las historias de una práctica un tanto macabra: hombres que pedían a sus novias poder penetrarlas analmente de modo que “no perdieran la virginidad”.
En el imaginario católico, tan obsesionado con la penetración anal, la práctica habita un limbo moral extrañísimo.
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Por un lado, la sodomía es la práctica sexual pecaminosa por antonomasia —sobre todo si es entre dos hombres—; y por otro, es un sexo lo suficientemente sexo como para ser considerado así —sexo anal—, pero no tanto como para ser el de a deveras, el que le juras a Diosito que practicarás hasta que contraigas matrimonio.
Esta equivalencia de “penetración = sexo” está muy relacionada con un concepto que las feministas han llamado falocentrismo. Significa, entre otras cosas, la masculina creencia de que el sexo no es sexo hasta que involucra a un pene que penetra.
Aunque las mujeres que tienen sexo con mujeres pueden practicar penetración con un strap-on y simular el coito heterosexual —¡y si crees en ti mismo, también lo puede hacer tu novia contigo, amiguito!—, la penetración no es una práctica común, al menos entre lesbianas cis.
Con el coito como criterio —herencia de lo que Adrienne Rich llamó “heterosexualidad obligatoria”—, las mujeres lesbianas y bisexuales no están teniendo sexo si centran sus prácticas en tocamientos, besos, caricias, masturbación y sexo oral.
Y sin embargo, cogen, como me dijo Galileo en una conversación imaginaria que tuve con él.
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En el sexo entre mujeres hay cuerpos desnudos, deseo, erotismo, fluidos, caricias, lamidas y orgasmos, así, sin coito, y sobre todo eso: hay muchos orgasmos, pues para decepción de muchos y falta de sorpresa de muchas, las mujeres que tienen sexo con mujeres son la población que más orgasmos tiene.
Comprendiendo estos elementos, ¿no es absurdo, limitado y (hay que decirlo) lesbofóbico, pensar que el sexo sólo es sexo si hay coito?
Hace unos meses se hizo viral un video donde una educadora sexual afirma que “el sexo es la estimulación de los genitales para obtener placer”.
PART 2: THE DEFINITION OF SEX pic.twitter.com/8NoInp6Zp2
— Jordan✨☥ (@jordannjust) April 23, 2019
Hablando del coito heterosexual, ella le asegura a otra mujer que si un hombre no estimula su clítoris no está teniendo sexo, sólo está dejando que él eyacule dentro de ella.
Aunque entiendo el propósito de la última frase —señalar la desatención que los hombres suelen tener respecto al placer de su pareja, dios mío, hombres heterosexuales, por favor, aprendan a estimular el clítoris de sus parejas sexuales o jamás me van a dejar terminar este inciso del coraje—, su definición del sexo me parece problemática.
Si limitas el acto a la estimulación de los genitales para obtener placer, ¿no es otra vez una reducción de todo lo que implica el sexo, con sus besos, susurros, lengüetazos, fantasías y más?
Llevemos este argumento al extremo. Tomemos la última palabra, placer, y estirémosla a su aparente límite fisiológico: el orgasmo.
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Una posible definición sería: “el sexo es la estimulación de los genitales para obtener placer hasta provocar un orgasmo, y si no tuviste uno —o tu pareja no lo procuró— no tuviste sexo”.
¿No es esta definición negligente con las personas anorgásmicas, al asegurarles que no están teniendo sexo, incluso si la interpretación de su vivencia les indica lo contrario? ¿Y si en un encuentro sexual no pudiste tener un orgasmo por cansancio, por sueño, por hambre, por flojera de hacer lo que tienes que hacer para llegar a él —vamos, después de los 25 ya es difícil echarse cogidas maratónicas un miércoles a media noche—, no tuviste sexo?
¿Y qué hay de prácticas sexuales no genitales como el sexo tántrico, el BDSM, el sexo de una persona parapléjica que perdió sensibilidad la parte inferior del cuerpo, el sexo de un hombre diabético cuya enfermedad no le permite tener una erección, el sexo de una mujer trans cuya transición hormonal afectó su erección o el sexting?
Tener sexo está menos relacionado con una definición rígida o con prácticas establecidas y más con una experiencia fenomenológica y con una intención. La intención de compartir el cuerpo. Del placer. De la intimidad. De la aventura. Del orgasmo.
La intención de ciertas prácticas que se han etiquetado en nuestro imaginario colectivo como “sexuales”, así como la intención transgresora de romper estas prácticas y llevar a nuestro cuerpo a nuevos límites, nuevas sensaciones, nuevas formas del placer.
La intención del sexo es la intención de la vida y la vida siempre está en cambio y en movimiento.
¿Qué tal si expandimos las limitaciones de la definición del sexo? Del mismo modo en que una borrachera comienza por el momento en que se ingiere la primera gota de alcohol y termina en el último instante de la cruda, ¿qué tal si el sexo comenzara con la primera mirada cómplice y terminara con el último suspiro antes de decidir ponerse la ropa y ponerse a trabajar, salir a cenar, echarse a dormir o yo qué sé?
Eso nos permitiría disfrutar de encuentros que no estarían limitados por la penetración o por el orgasmo para mejor transitar libremente de los besos a las caricias, al coito, a los masajes, a las risas, a los besos, al coito, a las lamidas, a la masturbación, a las risas, al orgasmo, a la pausa, al orgasmo, al orgasmo, al orgasmo, al descanso, a los besos, a todo y así sucesivamente: prácticas sensuales puestas sobre una línea que tiende al infinito, hasta que el sexo se detenga sólo porque el cuerpo ya se sintió como algo más que un cuerpo y eso fue suficiente.
El sexo sería como una danza espontánea sobre la línea que antes dividía a dos países, ahora sin fronteras.
No tengo idea de cómo definir el sexo. Tampoco me importa mucho. Al final, Marshall y Lily decidieron que “nomás la puntita” no contaba como sexo, mantuvieron su mito sexual iniciático y siguieron construyendo una feliz “familia natural” o algo por el estilo. Bien por ellos, los muy aburridos.
Sin embargo, creo que vale la pena cuestionar la definición, pues preguntarnos dónde empieza y dónde termina el sexo marca un límite: la meta a la que hay que llegar y el camino que se recorrerá para esa meta.
Y el sexo no tendría que tener metas sino horizontes.
Si nuestras definiciones de sexo se ampliaran, el disfrute de la experiencia lo haría también.
El faje sería faje y no foreplay. El coito sería coito y no sexo. La penetración anal sería penetración anal y no la excusa machista que los hombres religiosos le dan a sus novias para penetrarlas sin que ellas sientan que están traicionando su moral.
Si el sexo fuera sexo y no otra cosa, ¿qué sería el sexo? Sería una indefinición, una praxis de lo inefable, un suspiro de placer fijo en el tiempo entre dos o tres, o cuatro, o más. Y quizás ni sería eso o quizás sería otra cosa… Y eso no estaría mal.
Como me dijo Wittgenstein en otra de mis conversaciones imaginarias con gente que nunca conoceré:
“Los límites de mi concepción del sexo son los límites de mi placer”. Yo le creo.