Con la pandemia y toda la angustia que implica, la terapia se vuelve más necesaria que nunca.
Sin embargo, debido a la necesidad de distancia física, muchos terapeutas y pacientes están cambiando su forma tradicional de trabajar para comenzar a dar sesiones vía Skype, Zoom, Jitsi o cualquier otra plataforma virtual.
Esto me hace querer abordar brevemente la siguiente pregunta, “¿funciona la terapia a distancia o estamos confundiendo libertad con libertinaje (o algo así que diría una persona renuente a la tecnología)?”.
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Freud mismo se escribía cartas con sus pacientes con la intención de que tuvieran algún beneficio clínico.
En la década de los 60 se promovió la terapia telefónica y hoy existen líneas de emergencia para personas que están en riesgo de suicidio en varias partes del mundo.
Yo mismo llevo trabajando ya tres años dando terapia a mexicanos en el extranjero, y en general, en ciudades distintas en las que resido.
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Y sí: funciona. O más bien: puede funcionar y llega a funcionar.
Y es así porque, curiosamente, la presencia física del terapeuta y del paciente, aunque muy importante, es sólo uno de varios componentes que operan para que un tratamiento psicoterapéutico sea exitoso.
La relación terapeuta-paciente, el encuadre clínico y el trabajo a través del lenguaje pueden existir sin necesidad de que el paciente y el terapeuta estén en la misma habitación.
Claro, la falta de presencia física tiene repercusiones: no es posible el contacto físico cuando es requerido (como un abrazo o un trabajo de movimiento corporal) y se pierden muchas señales no verbales, pero esto de ningún modo es impedimento.
La terapia a distancia tiene algunas comodidades, de entrada: si vives en otro país de aquel en que creciste puede ofrecerte un servicio mucho más barato del que conseguirían en tu lugar de residencia, así como entender tus referentes culturales (lo cual, además de ser conveniente, aumenta las probabilidades de que exista adherencia al tratamiento y que este no genere angustia aumentada por representar un gasto impagable).
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También es posible que encuentres especialistas que quizás no se encuentren físicamente en la ciudad donde vives, un problema bastante común en los servicios de salud.
Los tiempos de traslado se eliminan, algo que ayuda a mantener calidad de vida, concentrarse en el tratamiento (pocas cosas peores que llegar a terapia después de 40 minutos de ir aplastado en el metro) y acceder a horarios convenientes: muchas personas no pueden ir al psicólogo porque salen muy tarde de sus trabajos o entran demasiado temprano.
Es decir, para algunas personas, las opciones se reducen a dos: tomar terapia a distancia o no tomar terapia.
Sin embargo, la terapia a distancia también tiene algunos detalles que podrían hacerla complicada y, en algunas ocasiones, hasta contraindicada.
Como mencioné antes, en la terapia a distancia se pierden detalles de la comunicación no verbal, lo cual impide que el terapeuta reciba mucha información de unx paciente.
La conexión a internet podría ser un problema, si se pierde; el audio podría también serlo, si no es de calidad.
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Algunas personas podrían no tomar en serio la consulta y tomar la terapia en medio de una alberca o en un bar u otro espacio inconveniente.
El espacio también podría no ser conveniente por sí mismo: quizás existan interrupciones (el gato, la pareja gritando, la madre tocando la puerta) o falta de privacidad (no hay un lugar donde se pueda hablar con tranquilidad sin miedo a que alguien más te escuche, función que ofrece el consultorio).
El paciente en específico también entra en cuestión: se podría pensar que una persona agorafóbica, por ejemplo, podría beneficiarse de la terapia a distancia, pero en realidad existe la posibilidad de que sea contraproducente al no alentar un encuentro social que podría ser benéfico.
Habrá personas que simplemente no se sientan cómodas hablando con alguien a través de una pantalla y requieran la presencia física.
Y quizás el riesgo más alto sea el del acting out: un acto que atente contra la propia vida, por ejemplo, es mucho más peligroso si no existe presencia física para prevenirlo, entenderlo y contenerlo.
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Como en todo, hay que ver los matices: la terapia a distancia puede resultar conveniente a algunas personas y no conveniente a otras.
Se requiere de mucha honestidad entre terapeuta y paciente, así como mucha claridad y ojo clínico desde el terapeuta para que se pueda discernir en qué momento la terapia a distancia puede resultar benéfica, en qué momento no y qué tipo de acuerdos específicos se requieren para el éxito del tratamiento.
Y bueno, también está el tema económico. Poder acceder a psicoterapia es uno de esos privilegios que, más bien, son (y deberían considerarse colectivamente como) derechos.
Sin embargo, aunque existen algunos servicios que ofrecen psicoterapia gratuita o a bajo precio (e, incluso, muchos terapeutas disminuimos con frecuencia nuestras tarifas para poder atender a personas que no puedan costearlas), de ninguna manera son suficientes para atender a toda la población y mucho menos en un país tan precarizado como México.
Y esta, tristemente, es la realidad de muchos servicios de salud en todo el mundo.
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Sin embargo, si está en tus posibilidades acceder a este servicio y considerando todos los factores antes mencionados, diría: si estás dudando en tomar terapia a distancia, anímate. Puede que la opción sea para ti. Puede que termines encontrando, como lo han hecho varixs de mis pacientes, una opción que resulte cómoda y que pueda servir para que recibas acompañamiento durante la pandemia.
O puede también que no, ¿pero acaso no es mejor saber y, quizás, aprovechar esa consulta para pedir algún tipo de material o consejo para aquello de lo que quieras hablar, en lo que puedes retomar contacto presencial?
Como sea, creo que ahora que la distancia social es el imperativo hay que recordar que debemos procurar nuestra salud mental: la tecnología para abordarla a distancia existe y podemos usarla para sanar.
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