En las cuentas de redes sociales que se dedican a la salud mental hay una tendencia curiosa: la de generar contenido que busca validar las experiencias, reacciones, comportamientos y emociones humanas. Te dicen “si te sientes triste, es válido”, “si sientes que no puedes cargar con esto, es válido”, “si tienes esta creencia, es válida”, “si el dolor ha configurado de esta forma tu mundo, es válido”.
De entrada, suena bien. La cultura que habitamos tiende a minimizar la importancia de las emociones (o de plano, la niega) en pos de una supuesta búsqueda por mantener la racionalidad y la objetividad.
Si a eso le cruzamos el hecho de que esa minimización se usa comúnmente como una herramienta del poder para, eh, invalidar los reclamos de personas disidentes (“Las mujeres son muy emocionales”, “Los gays son muy ruidosos en sus marchas”) y evitar atender los problemas sociales que producen el malestar de las personas en primer lugar (“No estás deprimido, sólo estás distraído”, “Sólo es cuestión de que le eches ganas y vibres alto”, etc), podemos darnos cuenta rápidamente que la urgencia de (re)validar la experiencia emocional humana es entendible y necesaria.
Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de validar? ¿Qué implica que algo sea “válido”?
Supongo que existen por lo menos dos formas de entenderlo. La primera, es usar “validar” como equivalente a “reconocer la existencia de algo, así como los motivos de la misma”.
Es decir: “si sientes este dolor, es válido, lo que significa que es real para ti, que tu experiencia de vida te ha llevado a sentirlo y que la influencia que tiene sobre tu comportamiento y creencias respecto al mundo es un hecho psíquico digno de reconocer”. Esta validación me parece saludable y necesaria.
Sin embargo, más veces de las que no, me da la impresión de que “validar” se usa como un equivalente a “lo que sientes no sólo es real para ti, sino que tiene un estatus de verdad incuestionable y, como está anclado a tus experiencias de vida, nadie puede contrariar o cuestionar los comportamientos que de ahí deriven”.
Usar “validar” como equivalente a “justificar”, implica no entender a profundidad cómo es que funcionan las emociones.
En el afán de liberar los comportamientos de una moral, lo que termina pasando es que, de hecho, se moraliza nuevamente la experiencia, haciéndola pasar por buena sólo porque es explicable. Y esto puede ser muy riesgoso por la propia naturaleza de las emociones.
Todas las personas hemos pasado alguna vez por una experiencia emocional intensa y desbordada. De hecho, muchas emociones suelen ser así. La manera en que funciona es esta: si quieres prevenir un incendio, necesitas un detector de humo. Para que sea efectivo, debe ser ultra sensible: lo mismo debe activarse por el humo de un cigarro, que por el de una olla que no se apagó a tiempo.
Claro, si se activa en esas circunstancias es molesto tener que subirte a una silla para apagarlo, pero la situación contraria sería muy peligrosa: tú prefieres que se active por cualquier cosa a que el día que haya un verdadero incendio no se active a tiempo. O en palabras del psiquiatra Randolph M. Nesse: “Los costos de demasiada defensa usualmente son más bajos que los costos de poca defensa”.
Las emociones funcionan de manera similar. Piénsalo así: las emociones son adaptativas, es decir, responden a situaciones (reales o imaginarias) con el objetivo de ayudarnos a responder mejor a ellas.
Si percibes una injusticia (real o imaginaria) es posible que reacciones con enojo con el objetivo de poder enfrentarla. Si percibes un peligro (real o imaginario) es posible que reacciones con miedo con el objetivo de poder evitarlo. Si percibes una pérdida (real o imaginaria) es posible que reacciones con tristeza con el objetivo de reducir el dolor. Las emociones son nuestra principal herramienta para enfrentar al mundo, sin ellas, no sabríamos responder a los sucesos que nos rodean.
Cuando enfrentamos una situación que dispara nuestras emociones, estas funcionan bajo el principio del detector de humo antes mencionado. Hay un ejemplo cotidiano que lo ilustra bien: vas caminando por la calle y de repente un perro detrás de una reja ladra fuerte. Aunque en teoría puedes saber que ese perro no te hará daño por la puerta que los separa, es posible de todos modos que tu corazón comience a latir a mil por hora, que pegues un grito, que des un salto, que te marees, vaya, que te asustes y te prepares para huir. La emoción fue un tanto exagerada en relación al hecho que la disparó porque eso era necesario para la supervivencia.
Sin embargo, existen otras situaciones donde ese desbordamiento puede ser menos explicable y más problemático, como cuando una presentación de trabajo no nos deja dormir, una conversación nos mantiene obsesionades durante un día entero, una pequeña pelea nos abruma con tristeza, etc.
Cuando tenemos una reacción emocional que consideramos desbordada, vale la pena preguntarse, “¿por qué se activó mi detector de humo?”. Es decir, ¿qué situación, real o imaginaria, captó mi cerebro que le provocó disparar esta reacción?
Entender las emociones bajo este esquema tiene la ventaja de que nos puede llevar a dejar de pelearnos con la emoción para indagar desde la genuina curiosidad sobre las situaciones que la rodean y, de ese modo, saber a qué nos estamos adaptando y cómo reaccionar mejor a ello.
Existe, además, otra pregunta que nos podemos hacer. Al hablar de adicciones, el médico Gabor Maté tiene una frase muy poderosa y reveladora: “no hay que preguntarnos el por qué de la adicción, sino el por qué del dolor que llevó a la adicción”. En la medida de que la adicción es una respuesta adaptativa extrema cuyo objetivo es aliviar un dolor profundo, creo que esa es una pregunta que nos podemos hacer para cualquier comportamiento similar.
Es decir, en vez de preguntarnos “¿por qué estoy sintiendo esto?”, habríamos de preguntarnos “¿qué es lo que me duele tanto que mi reacción está siendo tan intensa?”. Si las emociones son adaptativas, eso también significa que las emociones se van modelando con nuestra experiencia y, por lo tanto, aprenden de ella.
Creo que este enfoque de curiosidad hacia la experiencia emocional podría ser más útil al hacer introspección de nuestras emociones que buscar validarlas de inmediato para paliar la angustia que generan.
En vez de decir “esta reacción emocional es válida, es decir, correcta”, podemos decir “esta reacción emocional es real y tiene motivos para existir: ¿cuáles son esos motivos, por qué surgió en estos momentos, a qué comportamientos me invita y qué sucede cuando me entrego a ella?”.
Muchas veces, sobre todo cuando reaccionamos de manera intensa ante una situación, en realidad no estamos reaccionando únicamente a aquello que sucede ahora, sino a alguna otra experiencia del pasado.
Nos desbordamos con furia ante una situación del presente porque nos recuerda a una humillación profunda de hace años.
Nos sentimos morir ante una pérdida del presente porque nos regresa a un duelo no elaborado de la infancia.
Nos llenamos de ansiedad ante la expectativa de un reto actual porque volvemos a habitar un fracaso doloroso en nuestra memoria.
Revisitar los acontecimientos que nos sobrepasaron en el pasado es una visita dolorosa, pero necesaria: sólo así podemos sacudirnos la respuesta emocional que quedó grabada en nuestro cuerpo para ayudarnos a sobrevivir esa situación para responder mejor al presente. Una espada y un escudo nos pueden ayudar a sobrevivir en un campo de batalla, pero fuera de ella, sólo serán peso muerto que agotará el cuerpo.
Por eso creo que debemos de tener un poco de cuidado en la manera en que interpretamos la expresión “hay que escuchar a nuestro cuerpo/emociones”. En ocasiones creo que se ha equiparado el “escuchar” con “hacer caso” o “tomar por verdad”, como si las emociones nunca se equivocaran respecto a su evaluación del mundo.
Las emociones no son mensajeras de la verdad objetiva, sino mecanismos complejos que sirven para reaccionar ante una situación que podría ser verdadera, podría ser falsa, o podría existir en la línea delgada que divide lo real de lo imaginario.
Es cierto: las emociones nos están buscando proteger, pero una mirada compasiva hacia ellas también implica aceptar que no siempre lo harán de la mejor manera.
En ese sentido, me parece que “escuchar nuestras emociones” tendría que significar aprender a nombrarlas, reconocer sus efectos en nuestro cuerpo, mapear las situaciones que suelen dispararlas y trabajar en nuestros comportamientos que derivan de ellas, más que asumirlas como un evento interno que justifica cualquier pensamiento o acción que de ahí deriven.
No hay que pelearnos contra nuestras emociones, ni buscar validarlas superfluamente, sino aprender a escucharlas para saber qué nos están diciendo sobre el mundo (real o imaginario) que nos rodea.